sabato, agosto 27, 2005

Despedidas

La miré a los ojos, respiré profundamente y hablé:

--Te quiero. Te he querido siempre y sé que lo sabes --dije, con un creciente sentimiento de ridículo.
--Quizá no es el momento --dijo ella, mirando a lo lejos.
--Ya lo sé --admití.
--Me voy a Australia --me recordó ella.
--Sí.
--Durante ocho meses.
--Sí.
--Tengo que ir a la puerta de embarque --dijo, levantándose.

Me dio un cariñoso beso en la mejilla y dijo adiós con una nerviosa sonrisa. “Te escribiré”, añadió. Me quedé unos minutos de pie, en el enorme vestíbulo del aeropuerto, viendo primero como ella subía las escaleras mecánicas, sin mirar hacia atrás y luego, cuando su figura se perdió tras el control de pasaportes, el ir y venir sin aparente sentido de tantas personas desconocidas.
En el coche, de vuelta a casa, conduje maquinalmente, sin dejar de pensar en esa grotesca despedida que acababa de protagonizar. Las lágrimas anegaron mis ojos y, absurdamente, puse en marcha el limpiaparabrisas. El irritante chirrido de las manecillas frotando el cristal seco del parabrisas me hizo volver a la realidad. Dejé avergonzado que gruesos lagrimones cayeran por mis mejillas y pensé que no había llorado desde niño, desde aquel día, tantos años atrás, cuando Damien, mi enorme oso de peluche, se escapó accidentalmente de mis manos para caer en las fétidas aguas del puerto de Barcelona.
Decenas de personas miraron con insana curiosidad como Damien se hundía irremisiblemente en las negras profundidades, sin que apareciera ningún héroe al rescate de mi querido oso. Los grandes ojos negros de plástico de Damien me miraron durante largos minutos diciéndome “sálvame, sálvame”, pero al fin desapareció por completo. Mi padre tuvo que darme un bofetón para que reaccionara, y fue entonces cuando empecé a llorar.