martedì, giugno 27, 2006

Fue con las prisas

Supongo que fue con las prisas, el atolondramiento al salir del taxi, ese guardarse el cambio, abrir el paraguas rojo, decir adiós al taxista que de todas formas el muy capullo no dirá ni mu, y todo eso con ese idiota de la camioneta de reparto de Muebles Sanzot dando bocinazos detrás para que hagas todo eso en una milésima de segundo; bueno, pues supongo que es por eso que me olvidé en el taxi la tesis doctoral sobre Las mujeres en el cine de Charles Chaplin que tanto esfuerzo había compilado Abril durante los dos últimos años.
Si no hubiera perdido también, dos horas antes, los diskettes donde Abril guardaba la información, el incidente habría tenido una importancia relativa, se vuelve a imprimir y ya está. Pero dos horas antes los diskettes se habían ido al cubo de la basura cuando yo, arreglando ese despacho de Abril que más parecía una cuadra —ay de esa gorrinez de las mujeres en su más íntima intimidad, para cuándo una tesis doctoral sobre eso, eh— pues nada, que mandé los diskettes a la basura, así que la tesis que perdí luego en el taxi era la única copia viva del ímprobo trabajo de Abril durante dos años.
Por supuesto que se me ocurrió bajar a la calle y rebuscar en el contenedor de basuras, pero claro, quién se mete ahí dentro, parece mentira que todos los vecinos incumplan las normas del ayuntamiento, no se pueden depositar basuras en el contenedor antes de las siete de la tarde; lo mío era distinto, mi basura eran papelotes viejos y diskettes valiosísimos, eso no iba a atufar a todo el barrio. Y además llovía a cántaros y yo allí con el paraguas ante el contenedor pensando me meto, no me meto. Y, lógico, lo inspeccioné bien desde fuera y al final no me metí, y de hecho tampoco vi mi bolsa de basura, azul claro como la mayoría, una bolsa normativa, de esas que se rompen siempre, así que adiós diskettes. Y también me olvidé al lado del contenedor el paraguas, aunque aún llovía, y es que yo iba atolondrado, y cuando volví a buscarlo ya no estaba.
Así que te dije: Dame la copia en papel, voy a hacerte al menos un par más de copias y tú que estás enfadada conmigo pero como si no quisieras darme otra oportunidad: Con la que llueve, decías tú, Bueno y qué, seré yo quien se moje, decía yo. Al final me diste la oportunidad y tomé la copia en papel, tu paraguas, ese rojo y enorme, de travesti, y el taxi, porque claro, en la copistería de al lado son unos ladrones, eso me iba a costar una fortuna, porque la tesis era de 300 páginas, parece mentira que se puedan decir tantas cosas sobre las mujeres en el cine de Chaplin. Así que mejor tomo un taxi que me acerque con esa lluvia a la copistería de Sugranyes, al otro lado de la ciudad, que Sugranyes me lo hará a precio de amigo, aunque claro, con el precio del taxi aún saldré perdiendo pero eso ya lo pensé metido en el taxi, qué burro soy.
Y al llegar lo que ya dije, la lluvia, el paraguas rojo de travesti, el cambio, las prisas y esa camioneta que reventaba mis tímpanos y el taxi que se va con tu tesis y yo bajo la lluvia ante la copistería de Sugranyes con nada que copiar. Sugranyes me dejó el teléfono y el listín y tras una media hora de concienzudo examen, porque yo en los listines telefónicos siempre me pierdo, llamé a Radio Taxi, a Taxi Cabs, a Taxi Móvil, a Pizza Taxi y a todas las compañías de taxi que hallé y les describí al taxista, un tío con gafas y mala leche, dije, pero claro, como ese hay diez mil profesionales, me dijeron, pero bueno, en fin, qué es lo que ha perdido, pues se lo expliqué, una tesis sobre las mujeres en el cine de Chaplin, unas 300 páginas, tremendamente interesante, y dejé los datos de casa y a ver si hay suerte.
Luego, tras olvidar tu paraguas rojo en la copistería de Sugranyes, porque había dejado de llover, y ojo, que olvidar no es perder, otro día que pase por ahí ya recogeré tu paraguas, tomé el metro para volver, pero me perdí porque yo en el metro siempre me pierdo, y estuve un par de horas dando vueltas por Can Boixeres, Penitents y Baró de Viver, qué lugares tan exóticos, Abril, nunca pensé que pudiera llegar a conocerlos, pero al final al salir de la parada de Feixa Llarga pude orientarme, es decir, tomé conciencia de que estaba absolutamente perdido y tomé un taxi para volver a casa, que me costó más del doble de lo que me habría costado hacer las copias al lado de casa, y al llegar el taxi a la esquina de casa comprobé con tristeza que en alguna de las paradas de metro que había visitado esa tarde había perdido la cartera, y le dije al taxista ahora bajo, subo por dinero, pero él no se lo creyó y llamó a sus compañeros de Radio Taxi que vinieron a una, y con ellos la Urbana, y me pidieron mis papeles que seguramente había perdido cualquier otro día, así que me llevaron al cuartelillo, que cosas de la vida estaba en Baró de Viver, una zona que ya conozco como la palma de mi mano. Me dijeron que si quería llamar a un abogado y quise llamar a don Botubot, pero no tenía el teléfono y gracias al agente Mansilla Caravaca que buscó por mí en el listín telefónico su número, ya sabes que yo me pierdo en los listines, conseguí al final llamarle, y don Botubot vino raudo en tres horas y me sacó de ahí previo pago de una fianza por una cantidad que no poseo y que don Botubot me adelantó, porque él no sabe que jamás podré pagarle.
Don Botubot me dejó veinte euros para volver en taxi, pero decidí volver andando bajo la lluvia, y aunque me perdí varias veces al final triunfé y aquí estoy, mi querida Abril, comprobando con sorpresa que también he perdido a mi mujer, que deduzco que se ha acostado con ese tío que se pasea en gayumbos por mi dormitorio, y que gracias a mis dotes de fisonomista y a sus gafas y su mala leche identifico como el taxista que se llevó tu tesis doctoral, que aliviado veo en la mesilla de noche, debajo de tus bragas.

Capítulo no sé cuántos de “El día que me quieras”

venerdì, giugno 23, 2006

Rijkaard, la selectividad y el Espanyol

Del diario “Marca” de hoy:

“El Espanyol protesta por la inclusión de un texto sobre Rijkaard en la Selectividad
El Espanyol ha protestado por escrito ante la Generalitat de Catalunya por la inclusión de un artículo periodístico sobre el entrenador del Barcelona, Frank Rijkaard, en las pruebas de Selectividad, ya que considera que supone un “agravio comparativo”. El consejero responsable del área de expansión del Espanyol, Joan Collet, ha dirigido un escrito al conseller de Educación y Universidades, Joan Manuel Del Pozo, para expresar la "más firme desconformidad" del club por este asunto que tildó de “inadmisible”. El RCD Espanyol ha decidido enviar el escrito por lo que considera "un error importante", después de las muestras de disconformidad de “buena parte” de sus socios y simpatizantes, según informó mediante un comunicado oficial.
Los estudiantes catalanes que este año realizan las pruebas de acceso a la universidad pudieron elegir en el examen de Lengua Catalana entre un fragmento de la novela 'La plaza del diamante', de la escritora Mercè Rodoreda, y un artículo sobre el entrenador del Barcelona y publicado en el diario 'El 9 Esportiu de Catalunya'. Para el Espanyol, es positivo que se pueda tratar un tema como el fútbol en la Selectividad, pero es “inadmisible” que se haya escogido un texto sobre el Barcelona, “sin tener en cuenta que no motiva en absoluto a los alumnos que no son aficionados de este club”.

PD: ¿Se puede ser tan cómico? ¿O tan estúpido? Recuerdo que a mí me tocó elegir entre un fragmento de Pere Calders, que me motivaba y un texto sobre la ciudad sin coches, que no me motivaba en absoluto. No recuerdo que el RACC, del que soy socio, protestara por el segundo texto.

En busca de respuestas

¡Qué extrañas conexiones mentales formamos a veces de manera inconsciente! Cuando me comunicaron que Sugranyes había fallecido, atropellado por un tren en Sant Vicenç de Calders, lo primero en lo que pensé fue en aquella tarde en la que sentenció tan inefable como siempre:

—¡Olvídate de Abril! ¡No seas papanatas! Las mujeres son como los trenes, detrás de uno llega otro. Si pierdes uno, súbete al siguiente.

Nunca supimos qué hacía Sugranyes en la estación de Renfe de Sant Vicenç de Calders ni, por supuesto, qué hacía en medio de la vía, coincidiendo con la llegada del semidirecto de las 16.45. La investigación oficial concluyó que se había tratado de un suicidio. Nunca consideré a Sugranyes como un amigo especialmente preferido, aunque durante toda mi vida me hubiera hecho diversos e importantes favores. En realidad, yo odiaba ese paternalismo tan suyo con el que me trataba, como cuando me calificó de papanatas y comparó a Abril con un tren. Era de esas personas que te acompañan durante toda tu vida y no llegas nunca a entender por qué, pues sus inquietudes y las tuyas no coinciden en nada; a Sugranyes, por ejemplo, le entusiasmaba hojear catálogos de coches y hablar de cuestiones fiscales, temas que a mí me repugnan.
Sin embargo, mientras mossèn Botubot daba su adiós al fallecido en el tanatorio de Sancho Gracia, y yo observaba de reojo a Abril, más bella que nunca y llegada expresamente de Groningen para el funeral, qué bello detalle el suyo, llegué a la conclusión de que le debía algo a mi amigo, y ese algo era dejar claras las circunstancias de su muerte. Porque nadie que conociera a Sugranyes podía creer en la idea del suicidio.
Consideré que mi deber era comunicar al padre de Sugranyes mis propósitos, para mitigar en lo que pudiera su comprensible dolor. Así que me acerqué al anciano y le expliqué detalladamente mis intenciones.

—Por mí como si le desentierra —dijo él.

No niego que una respuesta tan insensible me sorprendió, pero en realidad yo desconocía cuáles podían ser las relaciones de Sugranyes con su padre, al que apenas había visto tres o cuatro veces en mi vida y siempre en encuentros fugaces. El anciano me miró con una sonrisa que me pareció cínica.

—Ah, ahora sé quién es usted. El amigo de Federico —dijo.

¿Federico?, pensé yo. Claro, Sugranyes se llamaba Federico, aunque yo jamás le llamé por su nombre de pila, costumbres colegiales. Era lógico que el padre de Sugranyes no llamara a su hijo por su apellido, pensé tontamente.

—Otro cretino de tomo y lomo —añadió el padre de Sugranyes.
—¿Perdón? —dije yo como si no hubiera entendido el insulto.
—Sí, hombre, sí, es usted ese cretino que llamaba a Federico cada dos por tres para pedirle favores. Todo el mundo llamaba a Federico para pedirle favores. Todo el mundo, todos. Hasta de Bélgica le llamaban.

Comprendí que desvariaba y justamente en ese momento se acercó la clásica tía de todas las familias que, guinándome un ojo, se llevó al anciano, tomándole del brazo y hablándole con amabilidad:

—Eulogio, vamos, tienes que tomar ya el Pinobotulín Conflex.

Me despedí de Abril, que esa misma tarde volaba de retorno a Groningen, y de un par de conocidos lejanos y me alejé del tanatorio con una extraña sensación de vacío. A la mañana siguiente, y gracias a ciertos contactos, obtuve una copia de los informes policiales y de la Renfe acerca de la muerte de Sugranyes. El de la Renfe no aportaba nada, excepto algunos detalles técnicos que no entendí en absoluto y que obviaré. El de la policía, firmado por el inspector Mansilla Caravaca, incluía por el contrario la declaración de dos testigos que, presentes en la estación de Sant Vicenç de Calders, habían visto cómo mi amigo Sugranyes había bajado a la vía y se había sentado en ella leyendo, según especificaba el informe, un ejemplar del diario Sport, pese a los insistentes avisos de esos dos testigos de que se acercaba el semidirecto de las 16.45. Dadas esas circunstancias, el inspector Mansilla Caravaca concluía tajantemente que Federico Sugranyes se había quitado la vida voluntariamente.
Un detalle de la declaración de los dos testigos me llamó vivamente la atención: que Sugranyes leyera un ejemplar de Sport en el momento de su muerte. Eso era imposible; mi amigo era un madridista acérrimo y jamás se le habría ocurrido leer ese diario, él sólo leía el As y, en su defecto, el Marca. Sea como fuera, en ningún caso se habría puesto a leer un diario deportivo en la vía del tren mientras se acercaba un semidirecto, de eso estoy seguro. Y además… ¿qué coño hacía Sugranyes en Sant Vicenç de Calders? Si en algo nos parecíamos Sugranyes y yo era en nuestra condición de urbanitas radicales. Jamás se nos acudiría ir a Sant Vicenç de Calders, de hecho estoy seguro de que Sugranyes desconocía dónde se encuentra dicha población, como lo desconozco yo aún ahora.
Me encontraba en un callejón sin salida, que es una frase que no puede faltar nunca en un cuento de ambiente policial. Reflexioné un poco y me di cuenta de que, con Sugranyes muerto y enterrado, ya no tenía a nadie a quien consultar mis dudas. Tenía que salir adelante yo solo. Decidí así que quizá si hablaba con los testigos de la muerte de mi amigo obtendría algún detalle que se le hubiera pasado por alto a la policía. Pero ay, en este valle de lágrimas jamás he tenido suerte, los testigos no eran catalanes, ni siquiera españoles, sino belgas, vivían en Bruselas: el matrimonio Vercruyssen, Aloyssius Vercruyssen y su esposa Mirabelle Vercruyssen, con residencia en el número 27 de la plaza Pfaff.
La distancia y el dinero no debían detener mi búsqueda de respuestas, me dije. Se lo debía a Sugranyes. Así que aprovechando el puente de la Purísima viajé a Bruselas, ciudad gris que me acogió con una lluvia insistente. Sin tiempo que perder, me dirigí a la plaza Pfaff y allí me recibieron los Vercruyssen, una pareja desigual: ella, joven y bellísima; él le doblaba la edad y era enorme, feo, enrojecido y granujiento, víctima sin duda de los devastadores efectos del alcohol.
Los Vercruyssen se mostraron amables desde el primer momento, expresaron sus condolencias al saber que yo era amigo de Sugranyes y afirmaron encontrarse aún bajo el estado de shock que representó para ellos presenciar cómo el semidirecto de las 16.45 destrozaba el cuerpo de aquel señor. La pareja me pareció encantadora; tras hablar del suceso, me invitaron a unas copas y hablamos de lo divino y de lo humano, por ejemplo de la magnífica colección de 200 o 300 pitufos que poseía Mirabelle y que tan orgullosa me mostró. Sin embargo, de vez en cuando venía a mi memoria el rostro de Sugranyes.

—¡Es que me parece tan imposible que Sugranyes se suicidara! —dije en un momento dado— ¡Y menos leyendo el Sport! El, que era tan merengón. ¡Eso no se lo cree nadie!

Los Vercruyssen se miraron entre sí. Entonces no di importancia a esa mirada, pero luego, repasando los acontecimientos de esa tarde, ya noche, me pareció increíble que no me hubiera alertado. A los pocos minutos, Vercruyssen alegó una jaqueca repentina para retirarse un rato y, aunque intenté despedirme, Mirabelle insistió en que me quedara tomando una última copa. Acepté a regañadientes, pero admito que sin tantos reparos acepté luego las caricias que la belga empezó a prodigarme al quedarnos solos. En pocos minutos nos vimos envueltos en un revoltijo de cuerpos y sudores, los suyos y los míos, mientras Vercruyssen calmaba su jaqueca en su habitación. Mirabelle era una amante excepcional, posiblemente muy acostumbrada a esa situaciones tan insólitas. Yo, menos experimentado en el mundo de lo extraño, pretendía no pensar en la presencia de Vercruyssen en la habitación contigua. Tomé en mis brazos a Mirabelle, la acosté en el sofá y empecé a besarla la cara con pasión. No sé exactamente qué es lo que me alertó: quizá la fuerza algo violenta con la que Mirabelle se agarró a mi cuello, como si quisiera inmovilizarme; o quizá esa mirada furtiva que descubrí en ella hacia mi espalda; lo cierto es que tuve la certeza de un peligro inminente y, huyendo del abrazo de Mirabelle, me dejé caer a un lado derecha, hacia el suelo, justo a tiempo para ver cómo el puñal de Vercruyssen, dirigido hacia mi espalda, se clavaba violentamente en el corazón de su esposa.
El belga y yo permanecimos en silencio unos segundos, más de los necesarios para constatar que Mirabelle estaba muerta. Vercruyssen había caído de rodillas ante el cuerpo de su mujer, anodadado, incapaz de reaccionar, ensuciándose con la sangre que empezaba a empapar el sofá. Yo decidí desaparecer para siempre de esa casa de la plaza Pfaff sin hacer más preguntas.
Al día siguiente vi en la televisión belga la noticia de la detención de Aloyssius Vercruyssen por el asesinato de su esposa. Meses más tarde me enteré de que había sido condenado. Aún debe seguir en prisión y posiblemente morirá allí. Yo me marché de Bruselas ese mismo día. Al llegar al primer cruce de autopistas tomé la dirección que, sin querer confesármelo a mí mismo, había querido tomar desde aquella mañana en el tanatorio de Sancho Gracia. Me fui a Groningen, en busca de Abril.

Antepenúltimo capítulo de “El día que me quieras”

martedì, giugno 20, 2006

David Hockney



















Del pintor inglés David Hockney -aquí A bigger splash, una de sus más famosas obras- dijo su compatriota Stephen Fry esta estupenda tontería: “Existen dos Hockneys: Hockney sobre hierba y Hockney sobre hielo”. Yo llevo tiempo buscando en el Google una foto de David Hockney sobre patines para completar el círculo. Posted by Picasa

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lunedì, giugno 19, 2006

Y nos fuimos de boda

Así que La Nueva y yo nos montamos en nuestro sedán blanco y nos fuimos de boda ajena. Encontramos una relativamente cerca, nos presentamos con nuestras mejores sonrisas (y yo con mi traje de 400 dólares), dimos besos a varios desconocidos y al intuir que allí había pasta gansa y que por tanto el pica-pica valdría la pena, decidimos pasar desapercibidos, no fuera que descubrieran nuestra impostura y nos quedáramos sin comer. Entramos en la iglesia dispuestos a asistir impávidos a una tediosa ceremonia religiosa, pero en las bodas ajenas las cosas nunca son como uno espera. No entraré en detalles, porque eso alargaría mucho la historia, pero diré que el cura calificó de “mostrencos” a los niños que alborotaban en el templo durante el acto y que poco después a mí me sonó el móvil, que olvidé tontamente encendido, y eso permitió al sacerdote asegurar que “veo que también hay mostrencos talluditos”. A la Nueva eso le dio un ataque de risa tonta y durante un buen rato me estuvo llamando “talludito”; yo me vengué después cuando, por circunstancias aún no aclaradas, el vómito de un mostrenco aún no talludito estropeó su bonito vestido. El mostrenco vomitador resultó ser sobrino del novio, lo que nos permitió conocer a buena parte de su familia, que en su desolación por el accidente pasó por alto que a nosotros no nos conocían absolutamente de nada. Mientras la madre del novio y su hija Mari Pili ayudaban a la Nueva a adecentar su vestido, un señor que se me presentó como Ramón, cuñado del novio, marido de la mentada Mari Pili, padre del mostrenco vomitador e ingeniero de profesión, me dio conversación para que no me sintiera solo sin la Nueva y, entre otras cosas, me contó que al padre del novio le mató un dromedario. Yo sonreí, claro, pues tomé el comentario del amigo Ramón como una broma. Pero Ramón no sonrió en absoluto y me preguntó:

-¿Le hace gracia?
-Pensé que era una broma -dije.
-Pues no, no es una broma. Al señor Vicente le mató un dromedario.
-Pues lo lamento mucho -dije.
-Bueno, tampoco se rasgue ahora las vestiduras. De eso hace ya casi veinte años.

La Nueva volvió entonces, ya con mejor aspecto y me mostró con una mezcla de orgullo y risa tonta un pequeño regalo que le había hecho la madre del novio como para hacerse perdonar que su nieto, el mostrenco vomitador, hubiera echado las papas encima de su vestido. Y de papas iba el regalo, pues se trataba de un pequeño llavero con la efigie del Papa Ratzinger, pues al parecer era aquella una familia muy religiosa que pocos días antes había visitado el Vaticano en busca de bendiciones y simonías para la nueva pareja, aunque quizá sólo fueran bendiciones porque no sabría decir qué son exactamente las simonías y me suenan a cosa mala. La Nueva y yo nos reímos un buen rato recordando que en casa guardamos un enorme llavero de madera con la figura del Papa Wojtyla, como ya conté en otro lugar de este blog, y decidimos que a partir de ahora coleccionaríamos llaveros papales, aunque si hacemos caso a las profecías de Nostradamus apenas nos quedarán ejemplares nuevos para ampliar la colección.
Y entre una cosa y otra llegó la hora del pica-pica, abundante y opíparo y ambos nos pusimos las botas, metafóricamente claro, porque con mi traje de 400 dólares y botas quizá yo me parecería a Bush, y la Nueva a Dolly Parton. Y luego averiguamos que en las mesas nadie se había preocupado de ordenar a los invitados y que por lo tanto podríamos quedarnos a comer sin problemas. Eso sí, no tuvimos mucha suerte con nuestros vecinos de mesa, pues a la izquierda se sentó un sacerdote agonizante y a la derecha me tocó la típica loca de todas las bodas. Así que obviamos la presencia de nuestros convecinos, si exceptuamos el momento en que, a la hora del sorbete de naranja, el anciano prelado falleció con estrépito, cayendo de bruces sobre la mesa y metiendo su afilada nariz en la copa del sorbete. Un eficiente servicio de camareros retiró al difunto y los sorbetes y sirvieron un plato de carne que no supe identificar. La Nueva dijo que quizá se trataba de dromedario, y yo me pregunté si podría existir a alguien capaz de guardar al dromedario que mató al padre de familia en el congelador durante quince años para servirlo en la boda del hijo, como una especie de enloquecida venganza. Descarté la idea, incluso descarté la idea de que se tratara de cualquier otro dromedario, no necesariamente el dromedario asesino, porque habría sido un detalle insensible y macabro por parte de la familia incluir tal animal en el menú de boda.

-Dromedario seguro que no es -le dije a la Nueva.
-¿No? -dijo ella.
-No. Será reno, alce, camello o ñu, o lo que quieras, pero dromedario no es -afirmé.

En fin, la verdad es que la alimaña estaba de rechupete, como todo lo demás, menos el pastel, que tenía un regusto a Cerebrino Mandri. Con los cafés y las copas llegaron los brindis. Me lo había pasado tan bien que olvidé mi idea de hacer un brindis en referencia a mi traje de 400 dólares y cualquier otra tontería. La Nueva y yo bailamos un poco con escaso acierto y, antes de que sonara “Ritmo de la noche”, hicimos mutis por el foro y mientras volvíamos a casa en nuestro sedán blanco discutimos cuál debía ser el sentido de nuestro voto en el referéndum que ayer se celebraba en el país.

venerdì, giugno 16, 2006

Nos vamos de boda

Este fin de semana la Nueva y yo nos vamos de boda. No la nuestra, por supuesto, porque nosotros no creemos en los compromisos, hasta el punto de que si le digo a la Nueva, por ejemplo, “esta tarde pasaré la aspiradora”, lo más normal es que me vaya al casino y me juegue hasta la aspiradora. Y si ella asegura que “mañana haré paella”, pongo la mano en el fuego de que mañana me encontraré en la mesa un tazón de gazpacho Don Simón. ¡Y sin tropezones! Creemos firmemente que los compromisos, como casarse, pasar la aspiradora o hacer paella, ponen en peligro las relaciones de pareja.
Las bodas ajenas, en cambio, nos encantan, como los entierros. En los entierros nos lo pasamos muy bien, nos da siempre esa risa tonta que sólo aparece justamente cuando no se debe reír, pero que es muy sana y que acaba contagiando a todo el mundo, muerto incluido si pudiera.
Las bodas ajenas son muy similares. Uno es consciente, como en los entierros, de que la víctima siempre es otra. Y las risas tontas van apareciendo lentamente, se van dando besos a gente que no se sabe quién es, a veces se repite por error y se besa dos o tres veces a la misma señora, se afirma en voz alta que con ese vestido la novia se parece a la novia cadáver, que el novio tiene pinta de tuberculoso y que qué gordos están sus padres.
Todo eso es lo que haremos este fin de semana, en la boda ajena a la que asistiremos la Nueva y yo. Hemos comprado unos estupendos disfraces para estar a la altura. La verdad es que hemos tirado la casa por la ventana. Las habladurías de la gente serán imparables. Me verán a mí y dirán, como en las películas americanas: “Ese tipo lleva un traje de 400 dólares”. Y las harpías mirarán con envidia a la Nueva y entre dientes mascullarán: “¿Quién es esa fulana que va con el tipo del traje de 400 dólares?”.
Tras la ceremonia, que interrumpiremos varias veces con nuestra cháchara, yo me acercaré a la novia y le diré: “Felicidades, María Teresa, soy Angel, el hijo de Arturo”, bien consciente de que seguramente ella no se llama María Teresa y a sabiendas (yo, pero no ella) de que no me llamo Angel ni mi padre Arturo. Ella creerá que soy de la parte del novio. A él le diré que soy Félix, un primo de la novia y le agarraré de la corbata como si fuera a pegarle y con sonrisa de cretino le diré: “Felicidades, cabrón, cúidamela bien, eh”. Ese pobre hombre desorientado sonreirá como un merluzo y dirá: “Claro, claro, je je”.
En el pica-pica, la Nueva y yo acabaremos en un santiamén con los canapés de caviar y las gambas, dando codazos a las viejas que quieran quitarnos el sitio. Dejaremos croquetas a medio morder en varios platos y haremos caer accidentalmente sobre los manteles un par de vasos de bitter Kas, que como es rojo llama mucho más la atención. Con voz de beodos, daremos los primeros gritos de “¡Vivan los novios!”. Saludaremos al padre de la novia y le diremos, guiñando el ojo: “Estará contento, ¿eh? ¡Por fin ha sentado cabeza la niña, eh, que ya nos tenía preocupados a todos con esa vida!”. A la madre del novio, si la vemos llorar, le diremos: “No se preocupe, mujer, que a veces estos matrimonios que parecen tan inadecuados son los que mejor funcionan”.
Si a esas alturas nadie ha descubierto que nos hemos colado y aún no nos han echado, será el momento de hacer un brindis incomprensible y absurdo, hablando básicamente de mi traje de 400 dólares. Me acercaré entonces a los novios y, copa en mano, resbalaré ágilmente y, simulando una borrachera que no llevaré, derramaré el champán sobre la calva del padre de la novia. “Tranquilos, tranquilos, no pasa nada”, diré mientras intento secar la calva del buen hombre con una croqueta que me habré guardado astutamente. Tras eludir con habilidad los golpes e insultos de la multitud, correré hacia el coche donde la Nueva ya me esperará con el motor en marcha. Y saldremos en busca de otra boda.
Las bodas ajenas son fantásticas. Sólo hay que averiguar dónde sirven las mejores croquetas.

martedì, giugno 13, 2006

Pipicán urbano

El alcalde insistía e insistía en las bondades del nuevo pipicán y por momentos temí que se decidiría a probar él mismo el magnífico drenaje de la instalación, una de las tres características que, según el edil, habían impulsado al ayuntamiento a comprar cuarenta unidades de ese modelo y a distribuirlas en estratégicas zonas de la ciudad que solían ser terreno abonado para los incívicos ataques de los animales. Las otras dos virtudes que hacían tan especial ese pipicán eran, según el alcalde, su diseño tan innovador y el estar fabricado con materiales biodegradables, lo que ayudaba sin duda a la sostenibilidad de la ciudad. Recordé con una sonrisa que, al iniciar su discurso sobre el pipicán que esa tarde presentaba el ayuntamiento, aquel mostrenco había afirmado que se trataba de “un pipicán sostenible”.
Harto de tanta palabrería, busqué con la mirada la mesa del pesebre. Tenía un hambre atroz y sobre todo sed, y en esa época los convites del ayuntamiento a la prensa solían ser más que generosos. Distinguí las apreciadas croquetas de pollo que nunca faltaban y planeé qué acciones debía realizar cuando el bobo del alcalde terminara de una vez por todas con su absurdo panegírico para situarme delante de las croquetas en una posición privilegiada.
Unos golpecitos en mi brazo izquierdo interrumpieron la elaboración de mi estrategia. Era Mansilla, un veterano periodista que llevaba más de cuarenta años cubriendo informaciones locales y al que sin duda la presentación del nuevo pipicán municipal debía sonarle a recochineo, más incluso que a mí. Mansilla ya recorría los pasillos del ayuntamiento en tiempos de la dictadura, y en esa época, según él, los perros meaban donde debían sin quejarse y sin que el alcalde tuviera que facilitarles un retrete con dinero de los contribuyentes.

-¿Qué pasa? -respondí.
-¡No hay alcohol! -susurró Mansilla.
-¿Quée?
-¡Ni una gota!

Observé con más atención la mesa y comprobé que, en efecto, el clásico whisky había desaparecido del catering municipal.

-¿Y eso? -dije apesadumbrado.
-El alcalde es un imbécil.

Nada más dicho esto, Mansilla desapareció por sorpresa bajo un humo azulado que olía a incienso y que se esparció por la sala tras una sorda explosión como de cuento mágico, y que también se llevó consigo a los otros periodistas y a los fotógrafos, al catering preparado por el ayuntamiento e incluso al zopenco del alcalde y su pipicán, y yo volví a la realidad y desperté en el sofá de casa y contemplé nuevamente la monstruosa multa por aparcamiento indebido que acababa de recibir y comprendí que, en realidad, todo este elaborado cuento se justificaba únicamente por mis irrefrenables deseos de insultar al edil.

lunedì, giugno 12, 2006

Karin y Anelotte

Mansilla Caravaca y yo habíamos salido a tomar unas copas para celebrar no sé qué. Bebimos con demasiada sed, como casi siempre y por este motivo me cuesta recordar algunos detalles de esa noche. Tengo dudas, por ejemplo, acerca de cómo conocimos a esas dos muchachas suecas, Karin y Annelotte, a las que invitamos al Karaoke Colfax, una más de las estúpidas ideas de Mansilla Caravaca.
Yo odio los karaokes y además al lado de esas dos muchachas que nos sacaban a ambos medio palmo me sentía como José Luis López Vázquez en alguna película de los setenta, José Luis López Vázquez y José Sacristán, por ejemplo, paseándose por Torremolinos con dos suecas atontadas por el sol. Por supuesto, estaba seguro de que no tardarían en aparecer dos enormes suecos reclamando a sus mujeres, con lo que José Sacristán, perdón, Mansilla Caravaca y yo acabaríamos la noche huyendo a la carrera, lamentando nuestra suerte y a la mañana siguiente nos encontraríamos en la oficina soportando la tiranía del Jefe, es decir, de José Sazatornil, por ejemplo, y la vida seguiría y el domingo iríamos a Chamartín a ver al Real Madrid.
Pero por el momento estábamos en el karaoke con Karin y Annelotte y Mansilla Caravaca pedía turno para obsequiar a las suecas con su imitación de Elvis Presley interpretando Suspicious minds, yo me concentraba en mi gintonic y buscaba en Karin algún parecido con Abril, porque tácitamente se había establecido que Karin era la mía y Annelotte era la de Mansilla. De eso me alegré, porque en toda la noche fui incapaz de acordarme del nombre exacto de Annelotte y llegué a llamarla Annelise, Annamaria o Pippilotta y me parece que a ella le molestó bastante. Karin, por el contrario, era una muchacha más sencilla, en ciertos momentos me pareció cercana al retraso mental, aunque no sé si eso se debió a nuestras comunes borracheras, a mi mal inglés o a su limitado español.
No recuerdo mucho de la interpretación de Suspicious minds de Mansilla Caravaca, aunque sí soy consciente de las risas y ovaciones que atronaron la sala durante toda su actuación. Me pareció que Annelotte seguía con interés la actuación de mi amigo pero no estoy seguro, de hecho no presté mucha atención porque ya por aquel entonces había decidido que Karin era la viva imagen de Abril, aunque ahora confieso que la sueca era mucha más alta, bastante más gruesa, rubia y no morena y apenas nos entendíamos. Claro que con Abril tampoco, y eso que hablábamos el mismo idioma. Así que yo había empezado a besar a Karin y la sueca apenas oponía resistencia.
Al tercer gintonic, Mansilla Caravaca y Annelotte se despidieron buscando más intimidad y Karin y yo nos quedamos apalancados en esos cómodos butacones de skay observando a una tarada que imitaba, según ella, nada menos que a Kilye Minogue.

—Vámonos a otro sitio —dije yo, autoritario, aunque apenas podía ponerme en pie.

Karin me obedeció, pese a padecer similares problemas. El aire fresco, sin embargo, nos reanimó y le propuse ir andando hasta el puerto.

—¡Oh sí! A ver los barcos —dijo ella en un incipiente español.

La miré con curiosidad y con mucha más atención de la que hasta entonces le había prestado. No era para nada fea, pero sí demasiado voluminosa para mi gusto. Y ni en sueños se parecía a Abril.

—¿Hay muchos barcos en el puerto de Barcelona? —preguntó ella, extrañamente interesada en el tema marítimo.
—Y mucha mugre —respondí yo sin pensar, arrepentido repentinamente de haberle propuesto esa visita al puerto, de haberla besado, de haber salido del karaoke, de haber ido al karaoke, de haber ido a cenar con Mansilla Caravaca, de haber salido de casa esa noche.
—¿Qué es mugre? —preguntó ella.
—Nada. Un tipo de barco. —expliqué.

Nos hallábamos en el último semáforo de las Ramblas, antes de llegar a la estatua de Colón. Cambió a verde y empezamos a andar. A medio cruzar, me di la vuelta de repente y empecé a correr Ramblas arriba, haciendo caso omiso de los gritos sorprendidos de Karin que corría detrás de mí. A la altura de la Plaça Reial la sueca había desistido de la persecución, pero yo seguí corriendo hasta quedar exhausto ante la estatua a Macià de la Plaça de Catalunya. Me tumbé entre los turísticos orines del césped, riendo y llorando alternativamente, buscando un sentido a toda esa noche y preguntándome angustiado dónde estaría Abril a esas horas, y con quién y haciendo qué y hasta cuándo y sintiéndome que estaba, ahora sí, loco. De remate.

Capítulo 6 de “El día que me quieras”

venerdì, giugno 09, 2006

Plaza de parking

La Nueva y yo hemos conocido de primera mano el asombroso mundo de las plazas de parking urbanos. Hasta hace poco, yo iba a todas partes a pie o en taxi, porque siempre me pareció que el metro o el autobús son de snobs. A pie llegaba a casi todas partes y, si tenía prisa, tomaba un taxi. Total, con no cenar ese día podía sufragarme ese cómodo transporte.
Pero desde que vivo con la Nueva las cosas son diferentes. Ahora hay que ir a otros sitios pensados para el disfrute de los matrimonios, al Hipercor por ejemplo, a comprar helados, Nocilla y leche condensada y otros alimentos de primera necesidad. Y la Nueva no sólo compra esas cosas, su sistema de compra se parece a la acaparación, como si temiera una guerra o un terremoto para el día siguiente. ¡Y a veces hasta salimos de la ciudad! Vamos a sitios como pueblos y playas, sitios que, en mi ignorancia de soltero, pensaba yo que ya no existían más que en los libros.
A esos sitios que a la Nueva le gusta llevarme no se puede ir andando ni en taxi. Andando, esos sitios quedan lejos, pareceríamos Espinàs o Labordeta redescubriendo el país. Y no es cuestión de parar un taxi y decirle al conductor: “Buenos días, buen hombre, apague la puta Cope y llévenos a un pueblo. Y rápido”. Del metro y el autobús no hablemos, e ir en tuc-tuc, la verdad, no me veo.
Así que ahora tenemos un coche, y no uno pequeño, sino grande, enorme. Uno de esos coches que en las películas elegantemente traducidas se llama sedán: “El sospechoso viaja en un sedán blanco del 98”, dicen en las películas. Ahora nosotros viajamos en un sedán blanco, pero no del 98, sino de los tiempos preolímpicos. El problema de conducir un sedán blanco por Barcelona es que esta ciudad no es como las de las películas elegantemente traducidas, en las que siempre hay aparcamiento a la puerta de casa, y no un aparcamiento que necesite maniobra, qué va, en esas películas uno va y dice, “mira, paro aquí”, y va y para y hasta deja la puerta sin cerrar.
Así que decidimos alquilar una plaza de parking. La oferta es amplia, mucho más amplia que el espacio de las mismas plazas. Nuestro sedán no cabe en la mayoría de las que visitamos, a no ser que lo desmontemos cada vez que lo aparcamos y dejemos las piezas bien ordenadas en montocitos verticales. En algunos sí cabe, siempre que a la hora de aparcar el sedán nos acompañe un albañil que derribe las columnas que rodean la plaza y vuelva a levantarlas después. Para acceder a algunos parkings es necesario el uso de gigantescas grúas para bajar o subir por las rampas y, en otros, ante la falta de luz natural o artificial, los dueños permiten sólo a regañadientes el uso de antorchas. La mayoría de parkings adecuados a nuestras necesidades están tan lejos de casa que deberíamos ir en taxi a buscar el coche. Hay uno justo al lado de nuestro edificio, pero los constructores, ante la falta de espacio, renunciaron a las escaleras y para acceder a él instalaron un curioso sistema de cuerdas y poleas que la Nueva, con buen criterio, se negó a probar. En otros se oyen espantosos alaridos que los propietarios, como si les quitaran importancia, atribuyen a monstruosas alimañas que allí habitan: “¿Esto? Nada, hombre, las alimañas”, dicen.
Al final, desesperados, la Nueva y yo hemos alquilado una plaza de parking que reúne un poco todas las condiciones antes descritas. Esta noche, precisamente, una alimaña se ha comido la parte trasera de nuestro sedán, lo cual, por otra parte, nos facilita la maniobrabilidad dentro del parking.
Dijo Rabindranath Tagore: “Leemos mal el mundo y creemos que nos engaña”. Queda claro que Tagore era indio y por tanto viajaba en tuc-tuc, y poco sabía de parkings.

giovedì, giugno 08, 2006

Idolos

Y después de tantos días hablando de ídolos, recordad:

“A los ídolos no hay que tocarlos; se queda el dorado en las manos”
(Gustave Flaubert: Madame Bovary)

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mercoledì, giugno 07, 2006

Biografías innecesarias (y 6)

FUTBOL/BIOGRAFIAS INNECESARIAS
6.Y TANTOS OTROS
Y bueno, podría seguir así hasta el final de los tiempos, hablando de futbolistas que por un motivo u otro engrandecieron mi pasión por el fútbol. Podría hablar de los gemelos Van de Kerkhof (René y Willy) y de otros hermanos importantes, como el insaciable Quini y su heroico hermano Jesús Castro; de los hermanos Hierro, el bueno y el malo, el que acabó fichando por el Barça; de los hermanos García Junyent y las tonterías del mayor, aquel que se desmayaba en los entrenamientos y se quejaba como un niño tonto si alguien más sabio que él le acusaba de no tener ritmo. Podría hablar de Aguirre Suárez, Montero Castillo y del Granada de los 70, al que nunca vi jugar y daría cualquier cosa por hacerlo y ver las patadas que dicen que daba. Y podría hablar de Pierre Littbarski, que tenía un nombre fantástico y de quien copié la manera de celebrar los goles, aunque nunca tuve muchas ocasiones de hacerlo. Del holandés Wim Suurbier, al que me enfrenté, en un día muy caluroso, en un partido en el que también intervenía Johan Cruyff, a quien estuve a punto de robarle un balón; ese día hasta marqué un gol y lo celebré a lo Littbarski. Ellos tenían casi 50 años y nosotros poco más de 20. Perdimos 19-2. En la banda estaba un tercer subcampeón mundial, Wim Jansen, tan gordo que era incapaz, no ya de vestirse de corto, sino de acercarse al bar para resguardarse del sol. Cuando jugaba ya estaba gordo y también hablaría de él. Podría hablar de Carrasco y de mi vecino de asiento en el Camp Nou que durante años, cada vez que el Lobo tocaba el balón, exclamaba: “Qué burro eres, Carrasco”. Y explicaría que ese odio hizo nacer en mí un, lo admito, injustificado amor por aquel jugador con pinta de indio e ideas de bombero. Hablaría de las primeras veces que vi jugar a Bernd Schuster con Alemania (mis padres acababan de comprar el primer televisor en color que hubo en casa) y después en el Barça, cuando entendí que a su lado todos los demás futbolistas eran enanos y tontos. Me gustaría hablar de muchos porteros a los que idolatré: Arkonada, Maier, Hellstroem, Pantelic, Schumacher (que se llamaba Harald y se hacía llamar Toni y estaba más que loco, más que Ravelli) o del madridista Miguel Angel (que en el Mundial del 78 le hizo una parada al austriaco Kreuz que aún recuerdo como si fuera ahora mismo). De Peter Shilton o de Gordon Banks. Hablaría del hermético Hermes González. O de los calvos en el fútbol, como el implacable Lato o el incansable Attilio Lombardo (cómo te odié, Attilio, en la gran noche de Wembley). O de aquel jugador que dicen que perdió el peluquín durante un partido televisado y se convirtió en calvo repentino y cuyo nombre no recuerdo. O de melenudos como Mesa, aquél del Sporting al que nunca fichó el Barça y nunca lo entendí. Del Cacho Heredia y el Ratón Ayala, melenudos pioneros. Y hablaría de Migueli: a mí me parecía oír las cornetas del Séptimo de Caballería cuando Migueli tomaba el balón y empezaba uno de sus impetuosos avances desde la defensa. Hablaría de Julio Alberto, el Nano Soler, Sergi Barjuán y Belletti, todos ellos laterales y todos del Barça... ¡les odié tanto! No me olvidaría de los grandes dioses mayores de mi vida: de Koeman y de Bakero, de Neeskens, otra vez de Schuster, otra vez de Migueli y otra vez de Quini y, claro, de Ronaldinho. Del miedo que siento de que Ronaldinho se vaya algún día.
Bueno, yo hablaría de todos estos y de algunos más. Pero me temo que me quedaría sin mis escasos lectores y además, qué coño, el Mundial va a empezar ya y yo voy a ocupar el sofá de forma horizontal, no sea que venga la Nueva y quiera ver un documental de animales en La 2. Posted by Picasa

martedì, giugno 06, 2006

Biografías innecesarias (5)

FUTBOL/BIOGRAFIAS INNECESARIAS
5.GAETANO SCIREA
Hace de esto casi exactamente veinte años. La Juventus de Turín visitaba el Camp Nou en un partido europeo. Aquella Juve daba miedo; siempre lo da, pero esa Juve además era un gran equipo, con campeones del mundo como Scirea o Cabrini o monstruos como Platini y Laudrup. Aquel Barça no era un mal equipo pero, en el fondo, todos sabíamos que ellos eran mejores. Con el 0-0 en el marcador, nuestros jugadores presionaron la salida del balón desde la defensa juventina. Con un par de toques entre Scirea y, creo, Bonini, sacaron la pelota con tanta elegancia y superioridad que un pequeño “ooohh” de admiración se levantó desde las gradas del Estadi. A mí también se me escapó ese “oooh” y entendí que eso era un reconocimiento de nuestra inferioridad. En ese momento supe que perderíamos el partido y que la Juve nos eliminaría. Lo vi claro. El aficionado sabe esas cosas, pensé.
Por supuesto que me equivoqué. Casi al final del partido, aquella cabra loca llamada Julio Alberto marcó el tanto de su vida y, en la vuelta, el célebre gol de oreja del simpático Steve Archibald nos llevó a las semifinales de la Copa de Europa, donde otro milagro imposible ante el Göteborg nos metió en la final. Supe entonces que la ganaríamos. Y por supuesto me equivoqué, y la perdimos.
Pero no sé por qué me he ido tan lejos, hasta Sevilla, cuando en realidad yo quería empezar hablando de Gaetano Scirea, aquel que sacó ese balón con tanta elegancia desde su defensa y que hizo que se me escapara un “ooooh” de admiración. No tengo muchos más recuerdos de él, aunque cuatro años antes le había visto ganar un Mundial. A mí, lo que de Scirea siempre me quedó fue ese “ooooh” en el Camp Nou y además tuvo una muerte trágica y eso hace que los recuerdos tan leves como esos se graben a fuego en la memoria para siempre. Scirea murió el 3 de septiembre de 1989, en un accidente de coche en Polonia. Dos días antes, uno de los mejores jugadores polacos, Kazimierz Deyna, había muerto en circunstancias similares, pero no en Italia, sino en Estados Unidos. Y puedo decir, para completar este absurdo triángulo de coincidencias, que en julio había muerto, también en accidente de coche, Laurie Cunningham, que años atrás también había levantado algunos “oooooh” de admiración en el Camp Nou, aunque ese día yo no estaba allí, por suerte, porque ese día perdió el Barça con el Madrid y yo no hubiera estado para muchos “ooohh”.
Recuerdo que también vi jugar a Juanito y a Rommel Fernández, fallecidos después en accidente de coche. Y a Urruti, por quién también dejé escapar varios felices “ooooh”. De pequeño, uno de mis cromos preferidos era el de Heraldo Becerra, un delantero melenudo del Atlético de Madrid, que hoy he descubierto que murió en accidente de coche cuando yo aún coleccionaba cromos. No sé cuál es la moraleja de esta funesta historia.
Me he quedado pensando y me doy cuenta de qué sé de varios futbolistas muertos trágicamente. Y de baloncestistas. Sé de un golfista, aquel que lucía bombachos. De varios pilotos de Fórmula Uno y de motociclistas. De muchos ciclistas. Hace poco murió un waterpolista. Pero por mucho que pienso no sé ni de un tenista muerto. ¿Dónde van a morir los tenistas? Posted by Picasa

venerdì, giugno 02, 2006

Biografías innecesarias (4)

FUTBOL/BIOGRAFIAS INNECESARIAS
4.SAM CHEDGZOY
Jamás vi jugar a Sam Chedgzoy; en realidad, sería difícil encontrar a alguien que lo haya hecho y, desde luego, si entre los escasos lectores de este blog hay alguien que le vio jugar, me da un patatús. Tengo tan poca familiaridad con Chedgzoy que hasta me cuesta escribir su extraño nombre y suelo equivocarme; no sé por qué, me parecería más lógico que se llamara Chegdzoy y no Chedgzoy, pero en fin, así se llama, Chedgzoy. Me enteré de su existencia hace poco, cuando a través del Google intentaba descubrir el verdadero nombre de Mónica Randall, una inquietud que tenía yo en esos días y que abandoné sin satisfacer. Eso sí, descubrí, gracias a los inescrutables caminos del Google, muchas cosas: la filmografía completa de la Randall, sin grandes títulos a destacar; la existencia de una película porno llamada “El coñote enmascarado” en la que, por otra parte, no intervenía esa gran actriz catalana; supe también que, en Estados Unidos, dónde si no, reside otra Mónica Randall, tan polifacética ella que es fotógrafa, directora de cine y muchas otras cosas, entre ellas “historical preservationist”, sea eso lo que sea, y que ha escrito un libro titulado “The Mansions of Long Island´s Gold Coast”. Hallé otra filmografía, la de Tony Randall, un actor que cuando yo era pre-pequeño aparecía en una serie de TV que recuerdo que mis padres veían en esos tiempos de blanco y negro. Y, por unos vericuetos que ya he olvidado, fui a parar a Sam Chedgzoy.
Sam, nacido en 1890, resultó ser uno de los futbolistas más importantes de la historia del Everton, donde entre 1910 y 1926 jugó más de 300 partidos antes de largarse a Canadá donde prolongó su carrera hasta más allá de los 40 años. No está mal, pero en realidad todo eso carece de interés. Lo que me llamó la atención de él fue la anécdota por la que aparece en varias páginas de internet y que se produjo en 1924.
La historia es un poco pesada de explicar, pero a mí me encantó. Digamos que hasta 1924 no se permitía lo que hoy llamamos “gol olímpico”, es decir, marcar un gol en el lanzamiento directo de un corner. Para permitir esa acción tan espectacular, la Federación Inglesa (a cuyo cargo corrían entonces las normas del fútbol) modificó el reglamento pero lo hizo con una redacción algo confusa (como mi propia redacción). Así, la nueva norma decía simplemente que el jugador que lanzaba el corner podía marcar un gol, pero nada más. Cuenta la web oficial del Everton: “Chedgzoy se ganó un lugar único en la historia del fútbol tras forzar a la federación inglesa a introducir un cambio en los reglamentos del juego. El periodista de deportes del “Liverpool Echo” Ernest Edward informó a Chedgzoy de que con la nueva normativa nada impedía a un jugador sacar un corner sobre sí mismo y avanzar con el balón sin pasárselo a nadie. En un partido ante el Tottenham y tras apostar dos libras con Edwards, Chedgzoy decidió aprovechar lo ambiguo del reglamento y sacó un corner con un autopase, fue regateando a los sorprendidos rivales (que, supongo, y esto lo digo yo, se habrían quedado inmóviles pensando “dónde va éste”) hasta llegar al área donde chutó a gol”. Creo que el árbitro anuló el gol, pero en el descanso Chedgzoy y Edwards le convencieron, reglamento en mano, de que la jugada era legal. “Doce meses más tarde” -continúa la historia- “se introdujo una enmienda al reglamento, permitiendo el gol en el lanzamiento directo del corner pero especificando que el jugador que lo lanzaba sólo podía tocar el balón una sola vez antes de que un segundo jugador lo hubiera hecho”.
¿Cuál es la moraleja del cuento? Yo qué sé. Yo lo que buscaba era el nombre real de Mónica Randall y acabé pensando en “El coñote enmascarado”. Posted by Picasa

Biografías innecesarias (3)

FUTBOL/BIOGRAFIAS INNECESARIAS
3.PELLO ARTOLA
Pello Artola fue el portero del Barça a finales de los 70 y principios de los 80. Sé que no era el mejor portero del mundo, ni siquiera de España, pero yo, niño-adolescente en esa época, siempre le guardé veneración. Los de mi generación sabemos que tuvo su mejor momento un día de 1979, en el campo del Beveren, en la semifinal de la Recopa de Europa, cuando voló varias veces de forma imposible para evitar la derrota. No he visto nunca (o no me lo ha parecido) una actuación tan grandiosa como la de Artola aquel día. “Sant Artola Gloriós”, le bautizó Puyal, por una vez sin equivocarse.
Desde el principio, lo que me llamó la atención de Pello Artola fue su jersey. Era de color verde, y tan gastado por el uso que era imposible darse cuenta de que siempre era el mismo. Ahora los futbolistas estrenan camisetas cada partido; Artola utilizaba siempre la misma indumentaria. Verde, descolorido, con cuello y puños negros. No creo que fuera un jersey de Adidas ni nada, intuyo que era una imitación barata, pero muy bonito, siempre quise tener uno igual pero no se vendía, supongo que estaba descatalogado. Con él voló aquel día en Beveren y con él ganó la Recopa en Basilea, aunque ese día no voló demasiado y le metieron tres goles. No importa. Aquel jersey está ahora en el Museu del Barça, el lugar que se merece.
Siempre me imaginaba a Pello llegando a casa tras los partidos y dándole el jersey a su mujer, diciéndole: “Lávamelo, por favor, que el miércoles tengo partido”. Y su mujer, refunfuñando: “¿Por qué no bajamos un momento al Corte Inglés y te compras uno nuevo?”.
Eran otros tiempos. Los futbolistas no sólo utilizaban siempre los mismos jerseys; es que siempre eran los mismos futbolistas. La alineación del Barça empezaba: Artola, Ramos, Migueli, Olmo, De la Cruz, Neeskens, Rexach, Sánchez... Siempre los mismos, ni siquiera se lesionaban los tíos, los hombres de entonces no tenían isquiotibiales. Y nunca estaban sancionados, y mira que daban patadas.
Sobre la calidad de Artola siempre había dudas (pero no para mí). Y cada año el Barça compraba un portero para sustituirle. Recuerdo a Amigó y Amador, por ejemplo. Siempre porteros que empezaran por A. Pero a Amigó y Amador no les vi jugar nunca, porque al final siempre lo hacía Artola, con su jersey verde. Luego vino Urruti, pero incluso a él le costó desalojar a Pello de la portería. Artola no se fue hasta que no quiso.
Años más tarde conocí a una chica muy guapa, cuyo apellido era Artola. Lo primero que le pregunté fue si era hija del ex futbolista. No sabía de qué le hablaba, pero yo empecé a llamarla Pella y hasta le regalé un precioso jérsey verde. No sé si lo puso nunca; jamás me hizo caso. Posted by Picasa