venerdì, marzo 30, 2007

Despedidas

La otra noche llegué a casa tras una larga jornada sentado ante el piano en la casa de citas en la que trabajo y me encontré a la Nueva escuchando música, algo realmente insólito, no porque a la Nueva no le guste la música sino porque a ella lo que realmente le gusta es que le pongan música. La Nueva estaba escuchando un disco de Lluís Llach, el cantautor catalán que, como sabréis o como quizá no, hace unos pocos días se despidió del público con un último concierto.

-Vi la despedida de Llach en la tele -me explicó la Nueva- y tuve ganas de oír algunas canciones.

Nos pasamos un buen rato, mientras cenábamos, oyendo a Llach. A mí, Llach me gustó mucho desde muy jovencito y dejó de gustarme tanto cuando, hacia los años 90, un insensato le introdujo en las posibilidades de la informática en el ámbito musical. Pero las canciones anteriores las he seguido escuchando toda mi vida. Siempre digo que, cuando yo me muera, la ceremonia fúnebre debe limitarse a la audición de Si arribeu i de Que tinguem sort. Luego, si la gente se anima, que pongan discos de los Beatles, de Jacques Brel, de Gardel o hasta de los Gipsy Kings, que beban un poco y se rían mucho recordando viejas anécdotas mías, falsas o reales, como aquel día en el que, al salir de otra larga jornada ante el piano en la casa de citas me estaba pelando de frío en la parada del autobús y dudaba de si esperarlo o coger un taxi.

-Si pasa un taxi antes de que venga el autobús, lo cojo -pensaba yo.

Y en esas que no pasaba ningún taxi y llegó el autobús. Y yo, pensando en mis cosas, en autobuses y en taxis, subí y le dije al conductor:

-A la calle Valencia con la Meridiana, por favor.

El autobusero me miró con cara de sorpresa, y eso me he hizo reaccionar y darme cuenta de que un autobús no es un taxi.

-¿Va hacia allí, verdad? -dije para arreglar algo el ridículo.
-Claro, claro -dijo él.

Abochornado, me senté en la última fila, tarareando discretamente Si arribeu.

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lunedì, marzo 26, 2007

Paseo dominical

El domingo por la mañana me levanté pronto, puse la hora correcta en los 17 relojes que hay en casa, incluido el monstruoso reloj de estación ferroviaria que preside nuestro minúsculo comedor y que Flash y yo robamos en París, y me dediqué luego a despertar a la Nueva, que seguía soñando con sus soleadas piscinas y sus melocotones. Media hora más tarde conseguí que recuperase la conciencia y entonces le dije:

-¡Vamos! ¡Vamos a pasear!

Ella abrió medio ojo y miró a la ventana.

-Pero si apenas ha salido el sol -protestó.
-Eso es cosa del cambio de horario. Ahora el sol sale más tarde -le dije, consciente de lo confuso de mi explicación.

Es que nunca he acabado de entender por qué atrasamos o adelantamos la hora y, en mi sincera ignorancia, he decidido atribuirlo a los husos solares. Sean estos lo que sean, si es que existen. En fin, el caso es que la Nueva terminó por hacerme caso y, mientras se duchaba, preparé mi desayuno a base de cucharones de nocilla y el suyo con los macarrones sobrantes de la noche anterior. A la Nueva le encantan los restos fríos de las cenas. He comprobado que, desde que vivo con ella, gasto menos bolsas de basura que antes gracias a esa afición suya.
Una hora más tarde de lo que yo había previsto -el sol había llegado a su huso luminoso- la Nueva y yo estábamos preparados para nuestro paseo. Antes de salir tomé la cámara fotográfica.

-¿A dónde vamos? -pregunté ella.
-A cualquier sitio. Al centro, por ejemplo.
-¿Y la cámara?
-No sé. Me gustaría fotografiar algo para ponerlo en el blog.
-¿Cómo qué?
-No sé. Algo.

Andamos y andamos, desde nuestro querido Clot hasta la Catedral, donde contemplamos con el estupor habitual el Cristo de Lepanto. Estoy seguro de que mezclo historias diferentes, pero cada vez que le veo imagino que, al evitar el cañonazo con su milagroso escorzo, el Cristo de Lepanto provocó involuntariamente que Cervantes quedara manco.
Salimos de la Catedral e intentamos perdernos por las callejuelas de la vieja Barcelona. Sin embargo, siempre nos es difícil desorientarnos porque tanto la Nueva como yo conocemos como la palma de nuestra mano esas calles. En la Plaça del Rei vimos a un anciano cantautor que deleitaba a los turistas con algo que a ellos les parecía flamenco verdadero pero que a mí me sonó a sucesión desafinada de berreos y eructos.

-¿Le haces una foto? -me preguntó la Nueva.
-No. No es lo que busco -le dije.
-¿Qué buscas?
-No sé. Un tiroteo, quizá.

Por mucho que buscamos no vimos ninguno.

-Parece que los delincuentes no se han adaptado aún al cambio horario -dijo la Nueva, asomando la cabeza en busca de un tiroteo por una oscura callejuela, una de esas que Eduardo (¿o Ramón?) Mendoza dijo que sólo les faltaba techo para ser alcantarilla.
-Sí -admití- Por aquí no hay ningún tiroteo. Ni siquiera un simple tirón. Nada. Ni un delito ni una falta, ni un parricidio ni un divorciado que deje de pagar la pensión a su mujer.
-Qué ciudad más segura -admiró la Nueva.
-Al menos los domingos por la mañana -apunté.

Aburridos, volvimos lentamente a casa y pasamos el resto del día contemplando largamente el nuevo aspecto de nuestros 17 relojes que, a las diez de la noche, marcaban ya las once.

giovedì, marzo 22, 2007

El último refugio

Esta mañana he hecho un poco de arqueología doméstica. He tomado al azar uno de mis viejos y polvorientos videos, uno que, según su cubierta, contiene la película “El último refugio” (“High Sierra”), de Raoul Walsh, uno de esos directores a los que siempre se les llama “artesanos”, nunca sé si como elogio o como insulto. “El último refugio” está interpretada por Humphrey Bogart, lo cual me indica que el video lo grabó mi hermana, que estaba muy enamorada de él. Nunca le critiqué ese gusto necrófilo, porque en esa época yo bebía los vientos por Ingrid Bergman, que ya llevaba años pudriéndose en su ataúd. Las estrellas femeninas de la película son Ida Lupino y Joan Leslie, un nombre que me ha hecho pensar en tres personas: el fantástico Leslie Nielsen, en Leslie de Los Sirex y en Leslie Howard, aquel petimetre del que incomprensiblemente se enamora Scarlett O´Hara en “Lo que el viento se llevó”.
La película es de 1941, pero el video empieza con los últimos minutos de un telediario muy posterior, en el que se informa que los líderes políticos del momento negocian la investidura de Felipe González. Descubro que el video es de 1989 y calculo con espanto mi edad en ese momento. En ese telediario aún existen la RDA, la URSS y Checoslovaquia y eso me hace pensar en Bogart, pero no en el de “El último refugio” (que en ese momento aún no he visto), sino en el de “Casablanca”. En una escena de esa película, el personaje llamado Viktor Laszlo exclama orgulloso:

-¡Soy checoeslovaco!

Menudo iluso. En los deportes entrevistan a Antonio Díaz Miguel, seleccionador nacional de baloncesto, ya desaparecido al igual que Bogart, Viktor Laszlo, la RDA, la URSS y Checoslovaquia. Es un telediario necrófilo, como los amores de mi hermana y los míos propios en esa época.
En el tiempo anuncian lluvias y borrascas, pero “El último refugio” empieza por fin con sol y buen tiempo. A Bogart insisten en llamarle “Roy Earle” y acaba de salir de la cárcel tras ocho años de condena. Eso no le impide cometer crímenes inmediatamente, como fumar en una gasolinera. Qué tiempos en los que se podía fumar en las gasolineras, ahora ni siquiera se puede poner la radio.

-Póngame diez galones de gasolina -pide Bogart y yo decido apuntar tópicos de esos que sólo salen en las películas. He apuntado varios, como “empinar el codo”, “no me dejes en la estacada”, o “¿pensabas liquidarle?”. El mejor de todos es llamar “polizontes” a los policías. En una de las últimas escenas de la película, Bogart, que sabe que va a morir porque está cercado por los polizontes, escribe una nota de despedida. La voz en off dice:

-“A los polizontes que me encuentren...”

Pero en la carta que escribe Bogart se lee:

-“To the coppers...”

Así que aprendo que “polizonte” es “copper”. Pero antes de que ocurra eso pasan muchas más cosas. Por ejemplo, que Joan Leslie hace de chica buena, pero tullida. Bogart paga una operación para que deje de serlo, lo que, por cierto, la convertirá en una estúpida borrachuza, enamorada de un merluzo por el que rechaza el amor de Bogart. Cuando Bogart se declara, ella le responde que no le quiere y añade:

-¿Pero no dejaremos de ser amigos, verdad?

Allí aprendo que los tópicos sentimentales eran los mismos en 1941 que en el siglo XXI. En el simpático abuelo de Joan Leslie reconozco al viejecito que hace de Clarence, el ángel de la guardia de James Stewart en “Qué bello es vivir”. A todo esto, Bogart está planeando un golpe: pretende robar las joyas de la caja fuerte de un hotel. Su contacto es un tal Luis Mendoza (ni Ramón ni Eduardo, sino Luis), que trabaja en el hotel y que le proporciona un plano del edificio. La cámara nos enseña el plano: es una enorme habitación, con la recepción al fondo. Como todos los hoteles, vaya. Bogart no lo dice, pero por su cara deducimos que piensa que para esa mierda de plano no le hacía falta la ayuda de Luis Mendoza.
Antes de todo esto ha aparecido Angernon, que es un negro encargada de la parte cómica de la película. Sin embargo, la vis cómica de ese actor es tan limitada que sospecho que tras “El último refugio” abandonó el mundo del cine y sobrevivió robando gallinas. Angernon, además, le regala a Bogart un chucho apestoso que le traerá toda la mala suerte del mundo. Más o menos en esos momentos, Bogart afirma:

-No hay nada como un buen sueño para ponerse en forma.

Mi madre solía decir lo mismo, pero las similitudes entre Bogart y mi madre acaban ahí. Luego Bogart pasea en su coche por la ciudad y ve como la familia de la chica tullida ha tenido un pequeño accidente. Se ha congregado una multitud de curiosos, llega un policía y les dispersa diciendo:

-Vamos, vamos, ¡circulen!

¡Qué inmenso error! En las películas, lo que un policía debe decir para dispersar a los curiosos es:

-Vamos, vamos, ¡vayan a sus casas!

¿En qué pensaba el artesano Raoul Walsh? En fin. Luego, Bogart visita al jefe de los gángsters, que está muy enfermo y que le entrega una carta diciéndole que la abra cuando él haya muerto para saber qué tiene que hacer. Ahí se demuestra la entereza de Bogart, que se guarda la carta. Si a mí me dan un documento similar con esas instrucciones, no tardaría ni diez minutos en rasgar el sobre para curiosear. Por cierto, cuando después el gángster muere y Bogart abre la carta, ésta sólo le dice que llame a otro tipo. Para eso podría habérselo dicho en persona.
Más tarde Bogart habla con Ida Lupino, la chica mala, que le confiesa que su padre se emborrachaba “dos veces por semana” y yo pienso que eso es un borracho metódico, no como los de ahora. En cualquier caso, al final se produce el robo al hotel que es la chapuza mayor de la historia, indigna de Bogart. El mata a un policía, sus compinches se equivocan de carretera y mueren en un accidente de tráfico (pese a que no les persigue nadie), Bogart entra a comprar cigarrillos y coincide con otro policía al que no recuerdo si mata o no y, finalmente, cuando va a entregar las joyas al jefe de los gángsters, éste ha muerto de la enfermedad esa que tenía y Bogart tiene que matar al ayudante del jefe que se pone pincho.
Poco después, los diarios publican la foto de Bogart, identificado como el autor del robo. Bogart se pone furioso, pero no por eso sino porque en el periódico le llaman “Mad Dog”.

-¡Malditos periodistas! ¡Me llaman “Perro rabioso”! -exclama.

Luego le confiesa a Ida Lupino que “mis padres se pelearon como energúmenos durante cuarenta años y yo no daría un centavo por una mujer sin temperamento”. Dicho esto, se enamoran por fin. Pero las cosas van a peor: ella se va a no sé dónde en autobús y nada más llegar decide volver, lo que da pie al conductor a decir:

-Como todas las mujeres: nunca saben si van o vienen.

Mientras, Bogart huye de la policía por una carretera de montaña (la “High Sierra” del título en inglés) que a mí me recuerda por momentos la subida a la ermita de Chalamera, en el Bajo Cinca. Allí arriba los polizontes le matan y, contra todo pronóstico, Ida Lupino acaba sonriendo porque piensa que para Bogart la muerte ha sido una liberación.
Allí acaba la película. El video prosigue con unos minutos musicales de un grupo infame que no identifico y posteriormense empieza un episodio del programa “La Luna”, presentado por Julia Otero, que cuenta con las interpretaciones musicales (no es broma) de María Dolores Pradera y Los Sabandeños y en el que se entrevista a Manuel Gutiérrez Mellado. Recuerdo que el general falleció hace unos años en un accidente de tráfico, pero Julia Otero nos informa que, si queremos preguntarle algo a Gutiérrez Mellado, podemos llamar a los números 93-300 93 03 y 93 309 74 37. Por un momento estoy tentado de llamar, pero me da cierto miedo.
El video acaba aquí.
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lunedì, marzo 19, 2007

Pequeño paraguas en llamas

La foto muestra a la actriz Billie Whitelaw quemando alegremente una sombrilla en el trascurso de la única representación de la obra Happy days, de Samuel Beckett. Beckett es uno de esos autores al que hay que guardar el máximo respeto y, si es posible, uno debe abstenerse de leer (que es lo que yo he hecho) para no perdérselo. He imaginado que en Happy days, obra que como queda dicho no he leído, el personaje de la señora Whitelaw, llamado Winnie, se enamora de su amigo Quentin Durward, un joven apuesto preocupado en todo momento por lo absurdo de la existencia. En la escena principal de la obra, Winnie prende fuego a su sombrilla con la esperanza de que, ante tamaña estupidez, Quentin se fije en ella. Sin embargo, a Quentin le horroriza la imagen del pequeño paraguas en llamas y se produce este intenso diálogo:

-Pero qué haces -dice Quentin.
-Ji ji ji -dice Winnie.

Quentin fracasa en su intento de arrebatar de las manos de Winnie el peligroso artefacto que, al quemar, desprende pequeños jirones de plástico incandescente que caen sobre la cabeza de la infortunada muchacha. En pocos segundos, Winnie es consumida por el fuego y Quentin queda en estado de shock ante los restos humeantes de su amiga. En ese momento llega un bombero.

-¿Qué ha pasado aquí? -dice el bombero.
-Godot, llega tarde -le dice Quentin.
-Es que me esperaban en otro sitio -dice Godot.

Así termina la representación. Happy days es importante en el conjunto de la obra de Beckett por varias razones. Por un lado, queda desvelado el enigma de Esperando a Godot (Godot es un bombero). Por otro, es la última colaboración del autor con Billie Whitelaw, su actriz de referencia, que en las posteriores obras de Beckett sólo aparece muy esporádicamente y en forma de amasijo informe carbonizado al que los otros personajes se refieren con misteriosos circunloquios.
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venerdì, marzo 16, 2007

Quintín

Quintín es la solución al juego del post anterior, en efecto. Yo no sé de nadie que se llame Quintín, aunque conozco gente rara. Pensando levemente en ese nombre me viene a la memoria la expresión “se armó la de San Quintín”, que si no me equivoco se refiere a una batalla de no sé cuándo y significa, claro está, que se armó algo gordo. Y no sé exactamente dónde hay una localidad catalana que se llama Sant Quintí de Mediona. Ah, y me acuerdo de Quentin Tarantino (al que no conozco) y de Quentin Fortune, que es un futbolista sudafricano que jugó (mal) en el Atlético de Madrid y en el Manchester United. Mi amado Johnny Cash tiene un memorable disco en directo grabado en la prisión de San Quintín en el que se oye a los presos berrear continuamente su alegría. Ah, y también me acuerdo de Quentin Compson, personaje de una novela de Faulkner (El ruido y la furia) y de Quintín Durward, que es el protagonista de otra de Walter Scott que se llama, qué casualidad, Quintín Durward (o Quentin Durward, supongo). La de Scott no la he leído: de niño tenía decenas y decenas de ejemplares de aquellas Joyas Literarias Juveniles que eran en realidad novelas clásicas trasladadas al formato de cómic. La mayoría de mis lecturas de autores como Charles Dickens, Julio Verne o el propio Walter Scott se reducen a esos cómics. Curiosamente, jamás pude con Quintín Durward. Fue, con El último mohicano, el único cómic de aquella colección que nunca terminé de leer. Frustrado, ambas me dejaron un recuerdo tan desagradable que cuando hace unos años se estrenó la película de El último mohicano me negué a verla. Cuando me lo propusieron, dije solemnemente:

-Ni hablar. El cómic era inaguantable.

Me parece que el juego de las letras de Carlos (o Carles) tampoco es fácil en catalán, aunque no he pensado mucho en ello. Tras unos minutos, he dado con Quintí y con Iu. Tampoco conozco a nadie que se llame Iu, pero en el Gòtic hay una plaza dedicada a Sant Iu. La calle de Sant Quintí está muy cerca de casa y cuando acabe de colgar este post iré a pasear por allí a investigar algo más sobre el tema quintiano.

¿Qué sabéis vosotros de Quintín?
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mercoledì, marzo 14, 2007

Para perder el tiempo

¿Queréis perder el tiempo? Buscad un nombre propio de persona, en castellano y masculino, que no sea diminutivo (no vale Pepe) ni exóticamente extranjero (Kevin, por ejemplo) y que no contenga ninguna de las letras del nombre Carlos. Cuando me propusieron este juego, hace muchos años, pasé días pensando, por primera vez en mi vida. Y en todo este tiempo sólo se me ha ocurrido un nombre que cumpla todas estas condiciones. Podríais consultar googles, santorales y listas de nombres, pero es un recurso de gentes pobres de espíritu. Si ya conocéis el juego (que no es ninguna trampa, es un juego), esperad por favor unos días antes de responder.

mercoledì, marzo 07, 2007

Mi miedo

Algo que me produce un pavor descomunal y, sin embargo, una atracción irresistible: la contemplación nocturna de los ríos y los mares. Leí hace unos días que en México habían descubierto el mayor río subterráneo del mundo, de más de 150 kilómetros. Sólo la idea de pensar en esa inmensa masa de agua fluyendo lentamente, siempre a oscuras, me erizó los pelos. Recordé un viaje en barco que hice hace unos años: de noche, aún sabiendo que me iba a encontrar con algo que me aterroriza, subí a cubierta y pasé no sé cuánto tiempo contemplando absorto el negro mar y, peor aún, su negro silencio.
Sé que en esto no soy muy original. A lo largo de mi vida he leído varias veces descripciones muy similares a mis sensaciones:

“Como la respiración de esa bestia que es el mundo, el sonido del mar daba miedo” (Leonardo Sciascia, en El largo viaje, dentro El mar del color del vino).

O Robert Louis Stevensson, un especialista en estos temas, habla de un mar negro y salvaje:

“Si no estuviese impreso en la Biblia, yo me sentiría tentado a creer que no fue el Señor, sino el demonio, negro y maldito, el que hizo el mar” (Los hombres alegres).

En este mismo cuento, Stevensson añade:

“¡El mar! ¡Buen camino hacia el infierno!”.

Stefan Zweig habla del terrorífico Támesis (Momentos estelares de la humanidad):

“La negra y muda corriente nocturna del río...”

Y para desdramatizar el tema, apunté un día esta tontería de Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres):

-“Algún día escribiré sobre el mar.
-Coño. Si tú no sabes nadar.
-Eso qué tiene que ver. Entonces el único poeta posible es Esther Williams”.

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giovedì, marzo 01, 2007

Rinocerización

Vuelvo al post anterior, el de los rinocerontes. Quizá no fue un error por mi parte leer superinoceronte por superinocente. Y es que, tras el post de ayer, un amigo me informa de la teoría de la “rinocerización” del escritor Eugene Ionesco, que se puede encontrar en su cuento “El rinoceronte”. En el cuento, los habitantes de una localidad se van transformando poco a poco en rinocerontes. La “rinocerización” de Ionesco equivale a la deshumanización del hombre. O sea, que el “superinoceronte” sería el “superinhumano”. Todo cuadra bastante.