martedì, maggio 29, 2007

La Muerte tenía un nombre

De adolescente paseaba a menudo por las calles de mi barrio de entonces, el Eixample, aburrido, fumando a escondidas, pensando en qué sería de mi vida y reflexionando sobre los eternos males del Barça. En fin, las cosas típicas de la edad. Ah, y claro, soñaba también que en la siguiente esquina me daría de bruces con esa chica que vivía en otro barrio y que, presa ella de un repentino y loco amor por mí, habría decidido pasear cerca de mi casa, a ver si me veía y le invitaba yo a tomar juntos una Coca-cola y nos dábamos unos morreos. Durante años paseé mucho, fumé cartones enteros, pensé horas y horas, nunca hallé una solución a los males del Barça -tuvo que llegar Cruyff, pero para entonces yo ya era un hombre, un hombre tontorrón pero un hombre al fin y al cabo- y a la chica mona nunca le dio por hacer realidad mi sueño y jamás la vi pasearse por mi barrio. A quien sí me encontraba, y miles de veces, continuamente, cada día, cada vez que salía de casa, lloviera o hiciera sol, era a un anciano pequeñito que lucía siempre un gastado jersey verde.
En ocasiones me acompañaba una de mis hermanas. Un día paseábamos los dos, haciendo yo esas cosas que ya he contado y, supongo, haciendo ella cosas similares -exceptuando lo del Barça- cuando nos cruzamos en una esquina con el anciano pequeñito del jersey verde. Harto de tantos encuentros le comenté a mi hermana:

-Cada vez que salgo de casa me encuentro con ese viejo.
-¡Yo también! -exclamó ella.

Comentamos el hecho con el resto de nuestras hermanas -tenemos cuatro más, dos ella y dos yo- y, al describirles el aspecto del anciano del jersey verde, nos dimos cuenta de que también ellas se cruzaban con él continuamente.

-¡Está en todas las esquinas! -dijo una.
-¡En todas partes! -dije yo.
-Como la muerte -dijo otra, muy aficionada en esos tiempos a los temas fúnebres.
-Dios mío -dije- El viejo del jersey verde es La Muerte.

Lo vi muy claro. Salía de casa y me encontraba con la Muerte. Iba a pasear y me cruzaba con La Muerte. Empecé a sentirme como Clint Eastwood en un imaginario spaguetti western urbano: “La Muerte espera en cada esquina”. Cada vez que veía venir a La Muerte intentaba adoptar una expresión facial que a mí me parecía muy de Clint, serio e impasible, expresión que se me quedó grabada hasta hoy. No quiero decir que me parezca a Clint Eastwood: soy más bien una mezcla de Peter Lorre y Jerry Lewis imitando a Clint Eastwood. En cualquier caso a La Muerte nunca pareció importunarle cruzarse continuamente con un adolescente que imitaba a Clint Eastwood a su paso: nunca desenfundó su revolver ni me dirigió palabra alguna. La Muerte me ignoraba.
Pero yo seguía paseando y preguntándome qué sería de mi vida y fumando y preocupándome del Barça. La chica de otro barrio insistía en no aparecer jamás por el mío, como ya he dicho, y yo perfeccioné mi aspecto de Clint Eastwood dejándome sin afeitar mi pelusilla facial. La Muerte seguía rondándome, aplazando siempre nuestro duelo. Pero todo terminó al final de mi adolescencia: Un día le vi venir de lejos; me levanté el sombrero que no llevaba con un bien aprendido gesto de la mano izquierda y con la derecha toqué levemente mi inexistente revólver, y endurecí mi expresión facial, lamentando una vez más la miopía que obligaba a Clint Eastwood a llevar gafas. A pocos metros de nuestro millonésimo encuentro, oí una voz:

-¡Paco! -gritó un señor desde la acera de enfrente.

La Muerte se detuvo, buscó con la mirada, miró a la otra acera y saludó alegremente con la mano. La Muerte se llama Paco, pensé con asombro. En un instante dejé de sentirme como Clint Eastwood y pasé a verme como Mariano Ozores en una horripilante película española del Oeste.

mercoledì, maggio 16, 2007

Obviedades trascendentes

Ayer vi una edición del programa “Redes” dedicado a los sueños. Un especialista en el asunto le explicaba al siempre atónito Eduard Punset que una de las características básicas de los sueños es que nunca hay en ellos olores ni sabores. Y que pese a que nos pasamos la mayor parte de nuestras vidas sentados, en casa ante la tele, en la oficina ante el PC o en el burdel ante el piano, en los sueños siempre hay movimiento.
Pensé un rato en eso y me di cuenta de que era cierto, de que nuestros sueños carecen de olores y de sabores y, sobre todo, de que en ellos siempre hay movimiento. En nuestros sueños corremos, saltamos, incluso volamos, pero nunca soñamos aventuras sedentarias. Me pareció una verdad tan enorme como simple, una de esas obviedades -para mí trascendentes- que cuando reparo en ellas me da por pensar: ¿Y cómo no me di cuenta antes?
Son obviedades trascendentes que me dejan pasmado. Me acordé de otros momentos en que descubrí otras verdades de este tipo. Por ejemplo cuando leía el Ulises de James Joyce, obstinado como una mula en terminar un libro del que apenas entendía nada, y quedé estupefacto al leer este párrafo en apariencia intrascendente:

“-Una cosa que no he entendido nunca (...) es por qué ponen las mesas patas arriba por la noche, quiero decir, las sillas patas arribas sobre las mesas en los cafés.
-Para barrer el suelo por la mañana”

Claro, me dije. Era yo muy joven entonces, demasiado para leer el Ulises pero no para frecuentar ya los bares de mi ciudad. Había visto muchas veces que, al acabar el día, los camareros ponían las sillas encima de las mesas. Y no es que no hubiera encontrado explicación a ese proceder: es que nunca me había preguntado su porqué. Sin embargo, era un enigma que merodeaba a escondidas por mi cabeza.
Y de la misma manera me quedé pasmado cuando leí esta otra obviedad secreta, no recuerdo dónde:

“Cuando los payasos han hecho reír mucho, se ponen a tocar el violín, pues saben que la gente no puede reír más”.

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sabato, maggio 12, 2007

Catorce pesetas













Mi amigo se llamaba Pérez. Cualquiera tiene muchos amigos que se llaman Pérez; yo no. De mis amigos, él único que se llamaba así era él. Tuve un amigo apellidado Budesca y el tonto de mi clase se llamaba Cepeda, pero entre mis amigos sólo había un Pérez. Eso le daba un cierto aire exótico, al menos para mí. De Pérez, además, se decía que tenía un descomunal éxito con las mujeres. O, para ser más exactos, con las chicas, porque cuando yo le traté apenas teníamos 12 o 13 años. Pérez era bastante estúpido, pero yo cultivaba su amistad por si acaso pillaba alguna migaja de su éxito. Una tarde, hace ya bastantes lustros, paseábamos Pérez y yo por las Rambles. A la altura de Canaletes Pérez me dijo:

-Sentémonos un ratito en esas sillas. A ver a las titis.
-Vale -dije yo, poniendo esa voz tan tonta que tienen los adolescentes cuando oyen la palabra “titis”, esa voz tan parecida a la de un leñador subnormal en celo.

Pérez y yo nos sentamos pues en unas de esas sillas que, en esa época -a principios de los 80- había en la parte alta de las Ramblas y que, ahora que lo pienso, no sé si aún están. No tardaron unos segundos en pasar las primeras titis; Pérez, demostrando su amplio conocimiento del asunto, me dijo:

-Mira, mira.

A él también se le había puesto la voz de leñador subnormal en celo. Eso me gustó, demostraba que estábamos en la misma onda en el tema de titis, aunque él tuviera fama de éxito descomunal y yo no me comiera nunca un rosco. Salivando desagradablemente, observamos el paso de aquellas primeras muchachas, hasta que un señor uniformado nos interrumpió.

-Buenas tardes, señores. Son veintiocho pesetas -nos informó.
-¿Hay que pagar? -dijo Pérez, aún con voz de leñador subnormal.
-No va a ser gratis, chaval -repuso el vigilante- Catorce pesetillas por silla.

Pagamos, claro, las veintiocho pesetas, que en aquel tiempo no eran antiguas sino simplemente roñosas. El caso es que Pérez y yo pasamos unos veinte minutos allí viendo pasar a las titis. Al final, Pérez propuso invitar a las próximas que pasaran.

-Les digo que las invitamos a las sillas -me dijo.
-¿Para qué? -pregunté yo.
-Para ligar -me dijo el leñador subnormal.
-Vale, vale -dije.
-¿Tienes dinero?
-Emm -dije- Siete pesetas.
-Mierda -dijo él- Yo tampoco llego.

Pasamos un rato más viendo titis, pero algo ya sin tanto interés. Se nos hizo tarde. Nos despedimos y cada uno se fue por su lado. Al día siguiente, en el colegio, Pérez les contó a Budesca y al burro de Cepeda:

-Este y yo estuvimos ayer ligando en las Rambles. Qué tías, macho.

Vi la cara de admiración de Budesca y de Cepeda y comprendí que acaba de recibir una lección inolvidable de Pérez. Ese día nació mi fama de conquistador impenitente, que ya no dejó de crecer hasta nuestros días. El documento gráfico que aporto es la prueba de ello.
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mercoledì, maggio 09, 2007

La búsqueda disimulada

Una de las Sisters cuenta hoy en su blog (http://thelesbiansisters.blogspot.com/) que ha perdido sus maravillosas gafas de sol y que, por mucho que las busca, no las encuentra. La Sister atribuye a la pérdida de las gafas a que su casa es muy rara y llega al punto de recurrir a mágicos conjuros como el que le aconseja una amiga uruguaya que, francamente, me parece poco práctico.
Lo que la Sister (¿Paula o Odile? Nunca sé quién habla en ese blog) ignora, o quizá olvida, es que las cosas, incluso unas gafas rojas, tienen vida propia y que, como cualquier persona, a veces necesitan estar solas. Es así como desaparecen y, por mucho que las busques, no las encuentras. Por que ellas no quieren.
El mejor método para encontrar algo perdido en casa es la búsqueda disimulada. Pero hay que hacerlo bien: hay que disimular mucho. Yo soy un artista del disimulo, una habilidad que he perfeccionado a lo largo de los años y que me permite encontrar todo tipo de objetos perdidos.
Un ejemplo: ayer perdí la calculadora. O, para ser más exactos, la calculadora se perdió. Soy bastante ordenado y acostumbro a saber dónde guardo las cosas. Sin embargo, la calculadora no estaba en su sitio y yo la necesitaba urgentemente para determinar, ni que fuera por aproximación, el alcance de mi incalculable fortuna. El proceso de búsqueda de un objeto desaparecido empieza, invariablemente, por atribuir la pérdida a otra persona. Así lo hice:

-¡Otra vez la Nueva! ¡Qué tía tan desordenada! -me dije a mí mismo.

Sin embargo, pronto me di cuenta de que era absurdo atribuir a la Nueva la pérdida. Aunque ella es amante del desorden más monstruoso difícilmente habría tocado la calculadora, pues además de una capacidad para desordenar las cosas que ni te cuento, también posee una inimaginable capacidad de cálculo mental, que le permite resolver sin recurrir a aparatos electrónicos sumas, restas, multiplicaciones, divisiones y hasta esas cosas que en la escuela se llamaban rufinis y que tenían muchas equis, y que nunca llegué a entender.

-Si la Nueva no ha sido -me dije entonces- es que la calculadora se ha escondido.

¿Por qué puede esconderse una calculadora? Para jugar no será, desde luego, pues suelen ser aparatos bastante serios, y para follar tampoco, claro, con quién iba a hacerlo. ¿Con el móvil, que perdí hace dos días y aún no he hallado? Me parece inimaginable y hasta de mal gusto. O sea, que la calculadora se había escondido porque deseaba estar sola.

-Por mucho que busque -pensé- no la encontraré. A menos que lo haga con disimulo.

Y así empecé a buscar la calculadora disimuladamente. Paseé lentamente por las zonas que suele transitar, haciendo ver que casualmente quitaba una mota de polvo, observaba el lomo de un libro, etc. Pero ni así, la muy pillastre seguía sin aparecer. Había que recurrir al plan B, que consiste en simular que se busca otra cosa:

-Ay caray -dije en voz alta, y mirando de reojo a todos lados- ¿Dónde está el móvil?

Eso suele funcionar casi siempre, pues el objeto perdido se siente herido en su amor propio.

-¿Por qué el amo está buscando al móvil, que está follando con el libro de cocina de Ferran Adrià, y no me busca a mí? -se dijo entonces la calculadora, molesta.

Sonreí cuando al final la vi, en su sitio, como siempre.

martedì, maggio 08, 2007

Miedo a perder el avión

La Nueva y yo tuvimos unos días de vacaciones y nos fuimos por ahí. Visitamos un par de ciudades y conocimos la hospitalidad de sus afables gentes, paseamos por sus añejas callejuelas y por sus populosas avenidas, descansamos a la sombra de sus aseados jardines, descubrimos singulares rincones y coquetas plazoletas, lloramos sus ruinas, admiramos su imparable espíritu de modernidad y alabamos su cosmopolita mezcolanza de razas y etnias, nos dejamos seducir por su amplia paleta de colores, sonidos y olores, nos asombramos de sus caudalosos ríos y de sus elegantes fuentes, disfrutamos de su variopinta gastronomía, de sus apetitosos postres caseros y trasnochamos en sus tabernas trasegando sus mejores vinos y licores, nos admiramos de la incomparable luz de sus amaneceres, escuchamos con atención sus milenarias leyendas, respetamos sus ancestrales tradiciones y participamos con infantil alegría de sus danzas rurales, recorrimos sin desmayo por sus museos y gozamos de las riquezas allí atesoradas, subimos escalinatas, ascendimos y bajamos numerosas torres, faros y campanarios.
Todo esta infumable sarta de tópicos la he ido copiando de varios libros de viajes, no todos ellos referidos a las ciudades que la Nueva y yo hemos visitado en estos últimos días. Y es que no importa: en este último viaje nos lo pasamos la mar de bien, como siempre, porque la Nueva y yo somos de buen conformar y con un humilde plato caliente y un aseado catre ya nos sentimos contentos, y además no es eso de lo que quería hablar. Lo que quería contar, y sin duda debería haber empezado por aquí, es que mi mayor terror es perder el avión y que ese atroz pánico suele estropear el primero y el último día de mis vacaciones, en el caso de que a ese medio de transporte debamos recurrir.
A la Nueva no le sorprende; realmente no debería hacerlo, porque ya el día en que decidimos unir nuestras vidas para siempre le puse en antecedentes de ese terror mío a perder los aviones. Se lo dije incluso antes de revelarle que puedo comer de todo pero que no soporto las habas y que ni se le ocurra cocinarlas en nuestra casa. O que también odio a los meteorólogos. Se lo dije incluso antes de contarle que mi sueño más aterrador no es, curiosamente, uno en el que pierdo el avión, sino aquel en el que me llaman de la Facultad y me comunican que han descubierto que, por un error burocrático, aún me faltan dos asignaturas para acabar la carrera. Que mi mascota es un Marsupilami de peluche o que mis gafas se deben a la miopía y no al astigmatismo y que soy de una gigantesca torpeza manual.
Así pues, el día en que debemos tomar un avión la Nueva ya está preparada para todo, me surte de tilas y calmantes mientras yo diseño planes A, B y C para desplazarnos al aeropuerto evitando cualquier contigencia como huelgas de taxi, de autobuses y trenes, atascos de tráfico, lluvias torrenciales o copiosas nevadas, dantescos incendios y kafkianos asesinatos en masa, deslizamientos de tierras en las autopistas, terremotos y/o invasiones de potencias extranjeras hostiles. Me proveo de varios despertadores y reviso varias veces las maletas (hechas dos días antes) para asegurarme de que nadie haya puesto en ellas armas, bombas, drogas o animales exóticos prohibidos, y compruebo hasta el hastío que los DNI y los billetes de avión estén en mi poder. Obligo a la Nueva a desplazarnos al aeropuerto con cuatro o cinco horas de antelación, soy el primero en la cola de facturación para eludir el peligro de que la azafata sufra una parada cardiorrespiratoria durante su agobiante trabajo o de que falten plazas en el avión. Una vez pasado el check-in, prohibo a la Nueva que entre en las tiendas libres de impuestos, no sea que nos distraigamos y no oigamos la llamada para el embarque, y soy el primero en entrar en el avión. Sólo entonces me relajo y le digo a la Nueva:

-Bueno, vamos pallá.